lunes

::: Memento y Fotografía :::

Trato de recuperar un recuerdo. Una reliquia. Me es inasible, se escabulle. Tiene que ver con este momento.

Ahora mismo, sentado en el primer asiento de un bus que viaja a mas de 100 km. por hora, la lluvia azotada contra los vidrios trata de decirme algo.
Fotografía: Un bosque tímido abraza a la arteria de cemento sobre la cual se deja precipitar con alevosía el agua. Tenuemente se refleja sobre el asfalto el color de las nubes. Por ende, predomina un matiz grisaceo y lánguido, así en la tierra como en el cielo.
Contrasta con ello una variedad de arbustos,
árboles pequeños y ocasionales caseríos mudos y vetustos.
Por allí una abandonada estación de trenes que ya no espera nada.
El camino conoce una serie de poblados anónimos, cruzados por callejas breves. Antiguas casas de umbrales sombríos y paredes de maderas envejecidas y húmedas. Muy lejos, a mi derecha, persiste una columna de cerros ennegrecidos por la lluvia, la ausencia del sol y la proximidad de la noche.
Con esta oscuridad, sin embargo, cobran vida las flores y vegetales todos. Reanimados por la gracia de los claoroscuros, cobran notoriedad las copas de los árboles contra las nubes mustias, como si se tratase de pequeños puños como antenas al cielo.
Aunque con intensidad variable, la lluvia no cesa ni se detiene mi transporte.
De alguna manera, este momento me arrastra al principio. Muy atrás, a esos recuerdos borroneados y amarillentos.
Vuelvo ahora a Puerto Montt. Pero siempre he regresado a Puerto Montt. De alguna manera, mi vida es una historia de proximidades y distanciamientos de esta ciudad. Sin haber nacido allí, y sin siquiera haber vivido allí una gran parte de mi vida, ella reaparece una y otra vez como escenario o como destino próximo.
Pese a ello no lo siento mi hogar. No pertenezco a ningún lado.
Acude a mi memoria una de las primeras veces que recuerdo llegue a Puerto Montt. La lluvia se manifiesta en dicho recuerdo. Se presentará de forma persistente a lo largo de mi vida, símbolo determinante, elemento que aglutina y hace converger y cobrar un cierto sentido a las representaciones de mi mismo...
Infancia, allá por los ocho años, verano. Llovía (como lo hace también ahora) en esta ciudad. Y aunque de donde venía llovía igualmente, esta lluvia es distinta. Un calor recóndito manaba de ella. De alguna manera, la lluvia era un cobijo. Protección. A salvo. En casa.
No he vuelto a sentir aquello. Recuerdo tardes larguísimas en que veía llover en la ventana de la casa de mi abuela. Aquello era calor. Calidez más bien. Se precipitaba con singular estrépito el agua sobre las tejas de aquella antigua casa, y con mayor razón me sentía en paz.
Paz...
Vuelvo al corazón de este recuerdo, y con ello al núcleo de un segmento perdido de mi propio corazón. Aún siento esa madera vieja, húmeda. por ella sube el musgo, se adhiere a sus paredes y allí se queda. Y descansa. A salvo, bajo las nubes grises, en el olor a tierra mojada, a flores sacudidas, al calor secreto de los árboles, al verdor oscuro y mudo de la hierba entre las piedras silentes.
[La noche cae mientras ya no vuelvo a ningún lado]
Escrito de forma fragmentaria en un Tur Bus, un 15 de mayo de 2005.

Fotografia I (15 de mayo)

Ingreso a un pueblo que desconozco, anónimo lugar de paso hacia un destino que no importa.
Llueve, sobre los cerros, las ventanas clausuradas y los cerrojos oxidados.

Espacios una vez ocupados parecen ahora conmemorar un pasado a no volver.
Todo una colección de monumentos entre las calles breves y la única avenida

que atraviesa de un extremo a otro la ciudad.
Rieles regados como osamentas sobre la tierra mojada y la hierba.

Vida lenta que crece al margen de las carreteras. Ritmo sin pulso, esquinas en silencio, cementerios sin flores, parques que juegan sin niños.